sábado, 19 de diciembre de 2020

“Te daré una casa”. Lectio Divina de la 1ª lectura del domingo III de Adviento (Ciclo B)

 



VERDAD – LECTURA

2Samuel 7,1-5.8b-12.14a,16

Cuando David se estableció en su palacio y el Señor le dio descanso librándolo de todos sus enemigos de alrededor, dijo al profeta Natán: “Mira yo estoy viviendo en una casa de cedro, mientras que el arca del Señor esta bajo una tienda”. Y Natán dijo al rey: “Haz lo que piensas, porque le Señor está contigo”. Pero aquella misma noche el Señor dijo a Natán: “Vete y di a mi siervo David: ¿Tú me vas a construir una casa para que habite en ella?

Yo te saqué del aprisco, de detrás de las ovejas, para que fueras jefe de mi pueblo. Israel. He estado contigo en todas tus empresas, he exterminado delante de ti a todos tus enemigos; haré que tu nombre sea como el de los grandes de la tierra. Asignaré un territorio a mi pueblo Israel y en él lo plantaré para que habite en él y no vuelva a ser perturbado, ni los malvados continúen oprimiéndolo como antes, en el tiempo en que yo constituí a los jueces sobre mi pueblo Israel; yo le daré paz librándolo de todos sus enemigos.

Te hago saber, además, que te daré una dinastía; pues cuando llegues al término de tus días y descanses con tus padres, haré surgir un descendiente tuyo, que saldrá de tus entrañas, y lo confirmaré en el reino. Yo seré para él un padre y él será para mí un hijo. Si hace mal, yo lo castigaré con varas de hombre y con castigos corrientes entre los hombres. Pero no le retiraré mi favor, como se lo retiré a Saúl, a quien rechacé de mi presencia. Tu casa y tu reino subsistirán por siempre ante mí, y tu trono se afirmará para siempre.

En el pasaje de la primera lectura, que hoy nos ofrece la liturgia de este cuarto domingo de adviento, nos encontramos con un rey David que está totalmente asentado en su trono, que ha vencido a los filisteos, que ha sido ungido como rey de Judá e Israel y que ha trasladado la capital de su reino a Jerusalén. Podríamos decir que es un momento de máximo esplendor para Israel y para su rey.

David, lejos de dormirse en los laureles, recuerda que ha sido Dios quien le ha acompañado a él y a su pueblo para conseguir la estabilidad.

Sumergidos en este ambiente creo que existe un hilo conductor en este fragmento del segundo libro de Samuel. Dicho hilo conductor es la palabra casa, que aparece repetida varias veces.

David vive en una casa de cedro, mientras que el arca del Señor está bajo una tienda (casa de tela) y, por tanto, David quiere construir una casa a Yahveh; sin embargo, será Dios quien de una casa a Israel (territorio) y quien conceda una casa a David (dinastía).

David tiene un deseo profundo, un anhelo intenso, una aspiración en su corazón que va más allá de él mismo: construirle a Dios, lo que él considera una digna morada.

Sin embargo, Dios tiene otro proyecto, otro plan para David. Será precisamente Yahveh quien construirá una casa a David: una estirpe, un linaje, una dinastía. Dios le otorgará a David una descendencia y le concederá estabilidad.

Pero la generosidad de Dios no se queda únicamente ahí. Si no que también a su Pueblo Israel hace la promesa de la salvación y la estabilidad definitiva: “Asignaré un territorio a mi pueblo Israel y en él lo plantaré para que habite en él y no vuelva a ser perturbado.”

También, a su Iglesia, por medio de Jesucristo, Dios Padre ha regalado la salvación y estabilidad absoluta y por siempre, no nos olvidemos nunca de darle gracias por ello.

 

VERDAD – LECTURA

2Samuel 7,1-5.8b-12.14a,16

Cuando David se estableció en su palacio y el Señor le dio descanso librándolo de todos sus enemigos de alrededor, dijo al profeta Natán: “Mira yo estoy viviendo en una casa de cedro, mientras que el arca del Señor esta bajo una tienda”. Y Natán dijo al rey: “Haz lo que piensas, porque le Señor está contigo”. Pero aquella misma noche el Señor dijo a Natán: “Vete y di a mi siervo David: ¿Tú me vas a construir una casa para que habite en ella?

Yo te saqué del aprisco, de detrás de las ovejas, para que fueras jefe de mi pueblo. Israel. He estado contigo en todas tus empresas, he exterminado delante de ti a todos tus enemigos; haré que tu nombre sea como el de los grandes de la tierra. Asignaré un territorio a mi pueblo Israel y en él lo plantaré para que habite en él y no vuelva a ser perturbado, ni los malvados continúen oprimiéndolo como antes, en el tiempo en que yo constituí a los jueces sobre mi pueblo Israel; yo le daré paz librándolo de todos sus enemigos.

Te hago saber, además, que te daré una dinastía; pues cuando llegues al término de tus días y descanses con tus padres, haré surgir un descendiente tuyo, que saldrá de tus entrañas, y lo confirmaré en el reino. Yo seré para él un padre y él será para mí un hijo. Si hace mal, yo lo castigaré con varas de hombre y con castigos corrientes entre los hombres. Pero no le retiraré mi favor, como se lo retiré a Saúl, a quien rechacé de mi presencia. Tu casa y tu reino subsistirán por siempre ante mí, y tu trono se afirmará para siempre.

En el pasaje de la primera lectura, que hoy nos ofrece la liturgia de este cuarto domingo de adviento, nos encontramos con un rey David que está totalmente asentado en su trono, que ha vencido a los filisteos, que ha sido ungido como rey de Judá e Israel y que ha trasladado la capital de su reino a Jerusalén. Podríamos decir que es un momento de máximo esplendor para Israel y para su rey.

David, lejos de dormirse en los laureles, recuerda que ha sido Dios quien le ha acompañado a él y a su pueblo para conseguir la estabilidad.

Sumergidos en este ambiente creo que existe un hilo conductor en este fragmento del segundo libro de Samuel. Dicho hilo conductor es la palabra casa, que aparece repetida varias veces.

David vive en una casa de cedro, mientras que el arca del Señor está bajo una tienda (casa de tela) y, por tanto, David quiere construir una casa a Yahveh; sin embargo, será Dios quien de una casa a Israel (territorio) y quien conceda una casa a David (dinastía).

David tiene un deseo profundo, un anhelo intenso, una aspiración en su corazón que va más allá de él mismo: construirle a Dios, lo que él considera una digna morada.

Sin embargo, Dios tiene otro proyecto, otro plan para David. Será precisamente Yahveh quien construirá una casa a David: una estirpe, un linaje, una dinastía. Dios le otorgará a David una descendencia y le concederá estabilidad.

Pero la generosidad de Dios no se queda únicamente ahí. Si no que también a su Pueblo Israel hace la promesa de la salvación y la estabilidad definitiva: “Asignaré un territorio a mi pueblo Israel y en él lo plantaré para que habite en él y no vuelva a ser perturbado.”

También, a su Iglesia, por medio de Jesucristo, Dios Padre ha regalado la salvación y estabilidad absoluta y por siempre, no nos olvidemos nunca de darle gracias por ello.

 

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