Comentario a las lecturas del Domingo del Bautismo del Señor (Ciclo B) de nuestro colaborador Joan Palero (Valencia)
En este domingo de la fiesta del Bautismo de Jesús, la primera lectura nos sitúa ocho siglos antes de la primera Navidad. Un tiempo tormentoso para Israel, marcado por la expansión del imperio asirio, y el consecuente declive para el pueblo elegido. Es en medio de aquella crisis política y de fe, que, Isaías levanta la voz invitando a todos a escuchar a Dios, a levantar las miradas hacia arriba, más allá de la propia situación y de las posibles soluciones a través de estrategias políticas y extrañas alianzas. Su voz no es la de un joven veinteañero visionario, que, gozando de buena reputación y posición social, pretende que el pueblo mire a él y escuche sus palabras, sino que, escuche a Dios y mire hacia la solución que Dios les envía:
“Así dice el Señor: «Mirad a mi siervo, a quien sostengo; mi elegido, a quien prefiero. Sobre él he puesto mi espíritu, para que traiga el derecho a las naciones… Para que abra los ojos de los ciegos, (para que) saque a los cautivos de la prisión, y de la mazmorra a los que habitan las tinieblas.» (Isaías 42,1-4.6-7)
Una Palabra que sigue siendo actual en nuestro tiempo, y que, en medio de nuestras crisis, nos invita a ESCUCHAR y MIRAR a Dios, quien, acercándose al hombre, quiere compartir nuestros peores momentos, ser la solución de cada vida, y a través de cada una de nuestras vidas ser solución en nuestra sociedad.
Isaías, antes de ser profeta y pretender que los demás escuchen y miren al Señor, tendrá que aprender de la experiencia de su propio encuentro con Dios.
En el capítulo seis de su libro, encontrándose en el templo de Dios, tiene un encuentro determinante con el Dios del Templo. Allí, a causa de su inmundicia, se siente morir ante la presencia y el cruce de miradas con el Santo de Israel. Experimenta la misericordia, un nuevo revivir a través del fuego purificador del altar de los sacrificios. Una experiencia profética de lo que, nueve siglos después, escribiría san Pablo en su carta a los romanos:
“¿O es que ignoráis que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte?
Fuimos, pues, con él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo resucitó de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva.” (Ro. 6, 3-4)
Ningún profeta del A.T. dibujó mejor que Isaías a Jesús. Hasta que el dedo y las palabras de Juan el Bautista lo señalen: “He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo.”
En Jesús, Dios se identifica con la humanidad. Siendo Santo, Santo, Santo, carga con nuestro pecado, y en la cola de los pecadores aguarda el momento para ser bautizado por Juan en un bautismo de agua, de arrepentimiento, de buenas aspiraciones, pero corto, incapaz de transformar y purificar por el fuego, una nueva humanidad. Jesús, identificándose con nosotros y nuestro pecado, nos abre los cielos, nos da una nueva posibilidad de escuchar la Voz de Dios, Voz que siempre va acompañada del Espíritu. El Espíritu que engendró, se posó, y operó en Jesús, es el mismo que hoy quiere engendrarnos como hijos, posarse sobre nosotros y operar en nosotros, para que, ofreciéndonos a Dios mediante este Espíritu, sigamos trayendo el derecho a las naciones, abriendo los ojos a los ciegos, sacando a los cautivos de la prisión, y de la mazmorra a los que habitan las tinieblas.
Como Isaías, en el templo de Dios, contemplemos la visión del Dios del Templo, dejando que nos envuelva y nos funda en ella en un mismo Cuerpo.
Joan Palero
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